LA HIERBA BAJO LA NIEVE, y otros relatos leoneses

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Belleza humana del marginalismo

La hierba bajo la nieve y otros relatos leoneses. Carlos García Valverde. Prefacio de Máximo Cayón Diéguez. León, 2008. 256 pp.

01/02/2009 NICOLÁS MIÑAMBRES 

No es Carlos García Valverde un bisoño en las tareas literarias. Además de su condición de diseñador gráfico, la larga serie de premios conseguidos avalan su extensa carrera. Por ello, La hierba bajo la nieve , más que una novedad, es una confirmación. El escaparate literario de un largo quehacer creativo.

Los relatos incluidos en el libro tienen como trasfondo el ambiente leonés, lo cual no supone limitación alguna. A fin de cuentas, el tratamiento estético transforma lo local en universal. La lectura de esta larga serie de cuentos hace pensar que predomina la condición marginal de sus personajes, lo cual, más que un desdoro, es un acierto. Hay en primer lugar una marginalidad casi mítica, buscada o impuesta por determinadas circunstancias. La guerra civil, por ejemplo, convierte en personaje marginal a Luis, «El molinero de Carbajosa», pero el noble deporte de los aluches le permitirá redescubrir la nobleza, seca pero profundamente humana, de Benito Morales. Marginal, pero de marginalismo excelso es Lorenzo Valcárcel, «El Negro», símbolo de los últimos pastores trashumantes. Su semblanza será recuperada por el narrador, zagal de niño y ahora estudiante de periodismo en la Complutense. No falta en «Rayo Páramo, C.F.» el mundo del fútbol como espacio de realización de Salus y Manolo Canales, personajes irrepetibles. El paso del tiempo recupera y reafirma en ellos el viejo afecto, algo semejante al desenlace del primer relato del libro. Egregia fue también la personalidad del protagonista de «La granja de los locos», convertido en un ser indefenso y desconocido.

Otra serie de narraciones describen la marginalidad de los humildes, los pobres o los indefensos, seres muy queridos por el inolvidable Ignacio Aldecoa, como recuerda Máximo Cayón. El espíritu del relato «Seguir de pobres», del citado Ignacio Aldecoa, tiene su eco en algunos de los cuentos de Carlos García Valverde. Unas veces será el desarraigo familiar, presente en «Que no nieve al otro lado». Otras será el temor al paso del tiempo, como ocurre en «El regreso». Pero no falta el tempus fugit que descubre un inesperado e intenso sentido del afecto en «La deuda».

No falta la presencia de la muerte, que los personajes reciben de forma diferente. Bien como la profanación de un estilo de vida, en «La muerte del cisne», bien de forma lírica, tal el desenlace de «Ana se comió una nube». No falta el suicidio por desesperación amorosa ni está ausente el desasosiego dramático del proceso hacia el final de la vida, descrito en «El viaje». O el movimiento desconcertante de «La lluvia ascendente». Muy original es el manejo, como motivo y como desenlace de un fruto tan popular como el lúpulo en el relato «Marianella». O una caricatura de la crítica, caricaturizada en «El ladrón de bicicletas».

Lo dicho no es sino un acercamiento al mundo humano y paisajístico, complejo y variopinto, recuperado con gran acierto por Carlos García Valverde.

(Publicado en el suplemento literario “El Filandón” (Diario de León), el 1 de Febrero de 2009)

S O Ñ A Z U L

Soñazul es un personaje alienígena creado por mí en los años 80. En su momento fue seleccionado para el Salón del Cómic de Castilla y León, con lo que recorrió todas las provincias de la Comunidad en exposiciones itinerantes (acostumbrado como está a los vuelos interestelares, aquello sólo fue “un pequeño paso para un marciano, pero un gran salto para la marcianidad”, je, je).

En cuanto al nombre del bichito, tiene su historia: en principio, está formado por la conjunción de dos hermosas palabras, como son “soñar” y “azul”, lo que hacía justicia tanto a su carácter soñador como al color con el que se le presentaba (cuando la historieta iba coloreada), pero también tiene otro significado: leído al revés, es “luz años”, lo cual también conjugaba con la idiosincrasia del personaje, aludiendo a las distancias en las que se desenvolvía la acción. Yo mismo he usado el seudónimo “Soñazul” a menudo, en concursos y convocatorias literarias.

A continuación inserto una página de tan inefable monigote.

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VIA FERREUM (microrrelato)

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Es una criatura extraña. Durante centurias se le situó, como al minotauro o al unicornio, en el terreno mitológico, y no fue hasta el siglo XIX que George Stephenson pudo demostrar fehacientemente su existencia.

Al igual que el parásito conocido como tenia o solitaria, puede perder de forma segmentada todo o parte de su cuerpo y volver a reproducirse a partir de la cabeza (locomotora), única parte auténticamente vital. Se agrupa en lugares llamados “estaciones”, a donde acude para evacuar, dormir. o alimentarse de grandes concentraciones de organismos, al modo del plancton, llamadas genéricamente “pasaje”, succionándolas a través de una serie de válvulas situadas a lo largo de su cuerpo.

Su piel es coriácea, dispuesta en forma de placas articuladas que le confieren gran movilidad y resistencia. Prefiere moverse en línea recta, y para ello practica, cual algunos roedores, largas galerías en las laderas de las montañas que se interponen en su camino. Se desplaza deslizando un sin fin de extremidades rotatorias sobre una sustancia que él mismo segrega, al igual que los moluscos gasterópodos, como el caracol, pero, a diferencia de dichos invertebrados, el producto que emite no es volátil, sino que se fosiliza y adquiere el carácter de ruta permanente. Esta especie de caminos llamados “railes” pueden verse con frecuencia cruzando campos y ciudades.

Si alguna vez os encontráis con uno de estos ejemplares, no temáis que os engulla, pues al igual que Jonás, volveréis a ser regurgitados tarde o temprano.

EL NEÓFITO (relato)

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La verdad es que he intentado varias veces comprender las farragosas normas que rigen algunos deportes no muy populares por estos pagos, como el béisbol o el rugby, pero dado que la única forma de acercase a tales prácticas deportivas es a través de la pequeña pantalla, y que los locutores que retransmiten dichos eventos parecen contar ya con que todos los espectadores están al cabo de la calle en cuanto a las reglas del juego, y se limitan a la escueta descripción de la acción, sin entrar en disertaciones didácticas sobre el reglamento aplicado, siempre me quedo finalmente “in albis”.

 Cosa parecida me pasa con el ciclismo, a pesar de que su práctica está más extendida en nuestro país que los deportes anteriormente citados, así que no quise desaprovechar la ocasión de que la Vuelta Ciclista pasase por las cercanías de mi pueblo para situarme a pie de arcén y ver de cerca de qué iba realmente todo aquello.

Cuando llegué a la carretera general, por donde se preveía que discurriera la etapa, ya había muchos aficionados festoneando las cunetas en espera de la aparición en lontananza de los esforzados ciclistas. Uno de ellos, situado a mi derecha y que tenía un transistor pegado a la oreja, comentó que había un trío de corredores fugados. No mucho más tarde, tras un aluvión de automóviles y motocicletas, pasaron veloces ante nosotros los tres ciclistas que mi compañero de arcén identificó como los componentes de la fuga. Me pareció un poco tonto que, si lo que pretendían era fugarse, hubieran optado por seguir por la ruta prevista, en vez de abandonar la carretera y echarse al monte o campo a través. ¡Bonita fuga iba a ser aquella, si todos sabíamos dónde estaban!

Un par de minutos después, un jovencito que se encontraba enfrente de mí, encaramado a una señal de tráfico, anunció con gran alborozo que ya se divisaba el grueso del pelotón. Enseguida pasó ante nosotros un grupo numeroso de ciclistas, pero yo no vi ninguno que llevara un balón o pelota y, desde luego, todos estaban bastante flacos, cosa que, por otra parte, tampoco me extrañó, ya que poco antes un señor de bigote que estaba al lado del que tenía el transistor había dicho que, la noche anterior, los ciclistas habían sido visitados por los vampiros. ¡Cómo no iban a estar tan escuchimizados! Menudo cuerpo tendrían los deportistas al día siguiente, después de tan macabra visita.

Al rato pasó una pareja de ciclistas rezagados. El del bigote comentó que el que marchaba detrás iba chupando rueda, pero, aunque observé que, en efecto, llevaba la lengua fuera, en ningún momento vi que se acercara a lamer el neumático, lo que me hubiera parecido muy arriesgado, además de bastante absurdo y escasamente higiénico. Otro espectador comentó que el corredor en cuestión llevaba mucho desarrollo, pero a mí no me lo pareció; en mi opinión, estaba tan esmirriado como los demás.

El de la radio en la oreja, atento a la evolución de la etapa, nos informó que dos corredores del grupo principal acababan de sufrir una caída por haber hecho el afilador. Esto ya me pareció más acorde con el mundo de los pedales, puesto que yo había visto muchas veces en mi pueblo al afilador, efectivamente montado en bicicleta, pero no dejó de chocarme que viajando en un grupo tan compacto de ciclistas y a la velocidad que iban, dos de ellos se pusieran a tocar la armónica y a vaciar cuchillos y tijeras con el evidente peligro que conllevaría ejercer tales actividades y desatender, por tanto, el manejo de la bicicleta.

En lo alto de la cuesta, justo en el cambio de rasante, había una pancarta cruzada de lado a lado de la carretera. Pregunté al bigotudo si eso era la llegada, pero éste me informó que sólo era una meta volante, aunque la verdad, a pesar del viento que batía la lona, yo no vi que volara en ningún momento.

Al cabo, después de que pasara una profusa caravana de coches, camiones, furgonetas y vehículos de toda índole, observé que el público comenzaba a dispersarse, de lo que deduje que nada quedaba ya por ver allí. El del mostacho y el radioescucha aún permanecieron un rato a la orilla del asfalto, charlando animadamente acerca de las incidencias de la Vuelta. Por lo que les oí, al día siguiente todos los ciclistas tenían una prueba contra el Crono. Yo, dada mi ignorancia en asuntos de este deporte, no supe quién era el tal Crono, aunque por su apellido seguro que era foráneo, pero supuse que tendría que ser un auténtico superdotado, si se atrevía a enfrentarse él solo con todo un batallón de corredores. También comentaron que, dos días más tarde, la etapa sería muy propicia para los escaladores, extremo éste que no dejo tampoco de extrañarme sobremanera: o sea, que, por lo visto, si no tenían bastante con esos atracones de pedaleo que se metían para el cuerpo, aún les tocaba dejar la bicicleta y ponerse a trepar riscos como cabras. Hay gente para todo.

Total, que regresé a casa igual que había salido de ella, así que, una vez repantigado en mi sillón favorito, le di al mando a distancia de la tele. Estaban retransmitiendo un deporte muy raro que consistía en deslizar sobre el hielo una piedra gorda con asa y hacerla chocar con otras semejantes que se encontraban en un círculo. Mientras un jugador impulsaba el pedrusco, otro par de ellos se dedicaba a barrer furiosamente la pista, según parece para facilitar el desplazamiento del morrillo. Curling, creo que lo llamaban al jueguecito. No entendí nada tampoco, pero por lo menos estaba a cubierto, cómodamente sentado y con un martini al alcance de la mano.